Elnuevoherald
En este verano que arde y encandila, a casi seis años de la primavera negra, los hombres que permanecen en las cárceles donde el único sitio en el que se mantienen intactos y sin cambios es en las fotos repasadas mil veces, en la memoria de la familia, en el recuerdo de los amigos y compañeros de viaje de Cuba y el exilio, y en el sobrentendido respeto de los cubanos que quieren ser libres.

La dictadura cierra hasta el límite la presencia de la familia en las visitas. Así es que muy pocas personas cercanas los pueden ver. A quienes tienen acceso a esos encuentros personales, a pesar del cariño y la proximidad, les cuesta trabajo aceptar con cierta naturalidad el deterioro de los prisioneros. Es una devastación personal que produce el concubinato del tiempo y las condiciones infrahumanas del sistema penitenciario instalado por los principales inspiradores del socialismo del siglo XXI.

De modo que los retratos y los recuerdos, conservan unos rostros que ya no son los mismos. Deben ser, los trazos sombríos de unos perfiles de vida y movimientos desviados e irreconocibles. Uno recibe con resignación las descripciones de la familia íntima que los ha examinado, pero tiene que refugiarse en las imágenes guardadas para recomponer las figuras y debe usar también esa reconstrucción como un recurso contra el pesimismo y el abandono.

Para algunos familiares son sólo una voz. Una voz con minutos contados. Lo demás, unos informes médicos, partes redactados con el rigor extraño de ese lenguaje técnico que bautiza con sustantivos incomprensibles la fiebre y los dolores, la ansiedad y todas las claudicaciones físicas agudizadas por la falta de alimentos, la ausencia de cuidados médicos, la suciedad y la indolencia.

Los seres queridos comienzan a ser materia exclusiva de hojas clínicas y observaciones profesionales. Documentos y comentarios que los allegados suelen poner bajo sospecha por ambiguas y porque las enfermedades no ceden y, muchas veces, no evolucionan ni se perciben leves mejorías.

El médico Oscar Elías Biscet, al que confinaron en dos prisiones distintas con un intervalo de dos meses y ya lleva cerca de una década en los calabozos, a lo mejor no tiene ya nada que ver con el joven fotografiado con las manos esposadas rumbo a un carro de la policía. Ni con el opositor pacífico al que le pregunté en La Habana, en abril de 1999, “¿qué es la oposición cubana?”, y que me respondió con serenidad y confianza: “La resistencia pacífica no es una propuesta de la CIA, ni un programa del exilio cubano, y no responde a caprichos ni empecinamiento de nadie. La resistencia pacífica es un plan de Dios”.

En aquella conversación hablamos también de los riesgos de ir a la cárcel y de las agresiones que sufren los opositores en Cuba. Tranquilo, sin elevar nunca la voz, me dijo: “no importa cuántos caigan presos o golpeen por el camino, si llega uno solo de nosotros. Cumplimos, se produjo la acción y llegó el mensaje”.
Por lo que sabemos de los partes médicos y por los relatos de su esposa Elsa Morejón, Oscar Elías Biscet, físicamente, ya no es aquel joven. Por su manera de enfrentar la prisión, por sus cartas, sus mensajes políticos y sus artículos sabemos, eso sí, que es el mismo hombre lúcido, terrenal y lleno de fe.

Con él, recordamos a todos los que empiezan otro verano en las prisiones. Agotados, enfermos y castigados. Con hambre, acoso y penurias, porque ellos son los que traen el mensaje que mencionó Biscet.

Autor: Raúl Rivero