Crónica para un 8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer.

Y entonces ellas se reunieron. No para llorar. No para lamentarse. No para mendigar clemencia. Para clamar justicia fue que se juntaron.

Se las vio llegar a la iglesia: una, dos, muchas. Al final de la misa, cuando Dios había puesto calma en sus corazones atribulados, desfilaron por la avenida. Iban taciturnas, vestidas de blanco.

Era La Habana. Domingo. Abril de 2003. Era la primavera, ennegrecida por la mano cruel del gobierno, reverdeciendo en los pasos germinales de unas mujeres recién iniciadas en la lucha.

Luego se las conocería como Las Damas de Blanco. Pero en un principio los vecinos del barrio elegante, los transeúntes del boulevard florido, los automovilistas de coches refrigerados, cansados de tanta manifestación organizada por el gobierno, no les dedicaban siquiera una ojeada.

Ellas perseveraron, ya bajo la intimidadora mirada de la policía política cubana.

¿Quiénes eran estas mujeres vestidas de blanco, muchas con sus pequeños hijos de las manos, que cada domingo iban a la iglesia de Santa Rita ubicada en la Quinta Avenida de Miramar? Empezaron a preguntarse los vecinos del barrio elegante, los transeúntes del boulevard florido, los automovilistas de coches refrigerados.

«Somos las esposas, las madres, las hermanas de 75 seres honestos, decorosos, valientes que el gobierno cubano ha encarcelado por el único delito de amar la libertad».

«Están locas», dijeron: tanto es el miedo sembrado durante casi medio siglo en la mente del pueblo. «Las van a desaparecer», temieron: tantas son las pruebas de terror y de brutalidad que ha presenciado por casi medio siglo el pueblo. «¡Qué coraje!», se admiraron, al fin.

Y creció la admiración. Y creció el respeto. Y creció la solidaridad.

Los vecinos del barrio elegante se asomaron al balcón. Los transeúntes del boulevar florido detuvieron el paso. Los automovilistas de coches refrigerados aminoraron la velocidad. Y las saludaron. Y las regalaron frases elogiosas. Y las alentaron.

Se llamaban Yolanda, Bertha, Laura, Bárbara, Caridad, Margarita. Se llamaban Loida, Osleivis, Yamilé, Magaly, Elsa, Dolia. Se llamaban mujeres. Se llamaban pueblo. Le habían ganado la calle a la represión. Nunca otros lo hicieron. Eran el embrión de lo que un día ocurrirá masivamente. Reclamaban la liberación de sus esposos, sus hijos, sus hermanos encarcelados salvaje, arbitrariamente por el régimen de Fidel Castro.

No eran unas dementes. Eran Laura, maestra; Loida, economista; Elsa, enfermera. No eran unas casquivanas. Eran Yolanda, filóloga; Osleivis, médico; Yamilé, abogada. No eran unas aventureras. Eran Bertha, microbióloga; Magaly, veterinaria; Caridad, obrera. Casi todas, hoy, sin poder ejercer sus profesiones. Son las apestadas. Son las excretadas de la sociedad. Son las esposas de los 75.

Sus plegarias, sus caminatas -en el nacimiento apenas si un rumor- se tornaron cotilleo, algazara, noticia. Y llegaron periodistas de las cuatro esquinas de la tierra. Y se supo en Londres y en París, en New York y Bruselas , en Roma y en Toronto, que un grupo de mujeres, desafiando la represión castrista -y castrense- desfilaban cada domingo, vestidas de blanco, por la misma ruta que usa el Máximo en sus viajes desde su mansión hasta sus oficinas.

Pero sobre todo se supo en La Habana, en Mantua y Sibanucú, en Ranchuelo y Morón. La gente comenzó por comentarlo, luego elogiarlo, más tarde apoyarlo, aunque sólo fuera con sus simpatías.

Las fuerzas represivas se atolondraron. No sabían qué hacer frente a tanta pureza. Se cruzaron memorándumes urgentes. Se dieron órdenes emergentes. Y cuentan que un día hasta el mismísimo Máximo, fuertemente escoltado -como siempre- salió para ver pasar aquella explosión de lirios.

Se organizó la contraofensiva por parte del gobierno

Colocaron en la esquina de la iglesia un numeroso operativo, sin ningún enmascaramiento, con la aviesa intención de amedrentar. La policía política visitó y amenazó a las mujeres. Interfirieron las llamadas telefónicas de los presos con sus familiares. Intentaron sobornarlas con falsas promesas de mejorías para sus prisioneros. Intrigaron con unas y con otras para dividirlas. Regalaron limosnas de visitas extras y dádivas de cumpleaños. Echaron a rodar toda suerte de difamaciones injuriosas contra las más sobresalientes. Trataron de intimidar al párroco de la iglesia.

Nada consiguieron

Las Damas de Blanco, altivas, dignas, amorosas, siguieron marchando cada domingo. No tenían jefes ni propósitos políticos. Defendían sólo el derecho de que no se les cercenara las familias con el encarcelamiento injusto de sus hombres.

Han pasado dos años desde que se las vio por vez primera

Yolanda, Bertha, Laura, Bárbara, Caridad, Margarita, Loida, Elsa, Osleivi, Yamilé, Dolia, Marcela, han languidecido de cuerpo pero han engordado de alma. Las habita un aura de leyenda. Van nimbadas por el halo de Manana, firme sostén del generalísimo Máximo Gómez; por la lumbre de María Cabrales, fiel amante del Titán mulato; por la dulzura romántica de Amalia Simoni, novia eterna del eterno bayardo Ignacio Agramonte. Han revivido la estirpe mambisa. Son un fanal y una esperanza.

Su resplandor se debe a su tesón. De ellas es el mérito. Han sido las protagonistas de homenajes y protestas por sus presos. Ellas, el 19 de marzo de 2004 -cuando se cumplía el primer aniversario del encarcelamiento de los 75- marcharon hasta las calles 15 y K, en el Vedado, y allí clamaron ¡LIBERTAD! ¡LIBERTAD! Frente a los jefes nacionales de cárceles y prisiones. Luego, sin desfallecer, con los pies adoloridos y sus niños casi a rastras, llegaron hasta el lejano municipio Playa y entregaron a las autoridades de la Asamblea Nacional del Poder Popular -parlamento cubano- una solicitud de amnistía firmada por ellas.

Ellas, el día de los padres, llevaron 75 gladiolos a los jardines de la iglesia que las aguarda cada domingo.

Ellas se reúnen cada mes en un Té Literario y leen cartas que llegan desde las cárceles, y poemas que les dedican y que ellas escriben, e intercambian libros que luego trasladan a las sórdidas celdas donde sufren sus presos.

Ellas han enviado misivas a funcionarios de la nación, a artistas y escritores prominentes del mundo, a funcionarios de organizaciones internacionales y de gobiernos extranjeros.

Ellas, para lograr atención médica para sus prisioneros, se han visto obligadas a permanecer, pernoctar y ser desalojadas por fuerzas de la policía política en áreas de la Plaza Cívica -conocida como «plaza de la revolución»-.

Ellas han portado, con modestia y serenidad, prendidos de sus blusas, sellos con las fotos de sus familiares presos, y cuando alguien -en el ómnibus repleto, sofocante; en la larga, angustiosa fila del mercado, en las polvorientas, bachosas calles- pregunta, ellas responden con orgullo:

-Soy la esposa de Héctor Maseda, ingeniero, masón, periodista independiente, presidente del ilegal Partido Liberal

-Soy la esposa de Angel Moya, negro, pobre, defensor de los derechos humanos…

-Soy la esposa de Alfredo Felipe Fuentes, economista, miembro del Consejo Nacional del Proyecto Varela.

-Soy la esposa de Adolfo Fernández Saíz, traductor simultáneo de inglés-español, periodista independiente…

Responden, explican, rompen el silencio que la maquinaria propagandística y las fuerzas represivas cubanas quieren volcar sobre el crimen de haber encarcelado a 75 opositores políticos y periodistas independientes.

Ellas han recogido firmas entre los ciudadanos y alcanzado la cifra de 1,043, y recibido el respaldo de las 25 mil firmas del Proyecto Varela que en su punto 2-A pide también la amnistía para los presos de conciencia, y llevado al Consejo de Estado el 18 de febrero de 2005, escoltadas por una legión de periodistas extranjeros.

Ellas son Las Damas de Blanco. No aparecen en la televisión cubana. No se cuenta de ellas en los periódicos cubanos. No se las escucha por la radio cubana. Sin embargo, son una presencia inocultable en la ciudad. Andan entre nosotros. En la iglesia. En la cola de la bodega. En los apagones. Bajo la lluvia sin paraguas. En el sol del mediodía. Por eso se han tornado cercanas, conocidas, familiares. Ya el pueblo dice: Ahí van Las Damas de Blanco.

Ellas han vuelto verdad incuestionable aquellas palabras que José Martí, desde su inmortalidad, escribiera, tal vez vislumbrándolas: «Las campañas de los pueblos sólo son débiles cuando en ellas no se alista el corazón de mujer; pero cuando la mujer se estremece y ayuda, cuando la mujer tímida y quieta en su natural, anima y aplaude, cuando la mujer culta y virtuosa unge la obra con la miel de su cariño, la obra es invencible.»

E invencibles son las Damas de Blanco. El Máximo lo sabe.

Manuel Vázquez Portal, periodista

Autor: Manuel Vázquez Portal