El tiempo es como un río que corre hacia el mismo manantial donde comienza. No tiene fin. Un hombre puede romper un reloj y otro apedrear los campanarios, pero el paso de los minutos no lo detiene nada. Ni el amor, ni las guerras, ni las catástrofes. Esto lo sabe mucha gente. Iván Hernández Carrillo, el periodista y bibliotecario cubano que cumple 25 años de prisión desde el 2003, conoce bien el tema.

Cuando fue a la cárcel tenía 31 años. Era un joven modesto, buen lector, católico, mestizo, matancero, que ya había cumplido (en 1992) una condena de 24 meses por propaganda enemiga y desacato a Fidel Castro.

Residente en Colón, estudiaba sistemas de computación, pero fue expulsado de la escuela por sus opiniones políticas contrarias a la dictadura.

En el momento de su arresto era corresponsal de la Agencia Patria, del proyecto Nueva Prensa Cubana. Dirigía la biblioteca independiente Juan Gualberto Gómez y trabajaba en la secretaría de relaciones internacionales del Partido por la Democracia Pedro Luis Boitel, dirigido por Félix Navarro, condenado también a 25 años durante la razia de la Primavera Negra.

En el invierno del 2003, Hernández Carrillo, Adolfo Fernández Saíz, Arnaldo Ramos Lauzurique, Antonio Díaz Sánchez, Alfredo Domínguez Batista y Angel Moya Acosta protagonizaron en la cárcel de Holguín una de las primeras huelgas de hambre masivas del llamado grupo de los 75 para protestar por los maltratos de los carceleros.

En aquellos momentos, hace ya un lustro, Asunción Carrillo, la madre de Iván denunció al mundo que «el régimen se ensaña con furia y está tratando de asesinar lentamente a Hernández Carrillo´´.

La contienda de este hombre dentro de las prisiones –ahora mismo está en la cárcel de Guajamal (Villa Clara), en un destacamento con 50 presos comunes– es casi la reproducción de la experiencia de los más de 200 demócratas que el gobierno cubano mantiene dentro de esos 300 consulados del infierno en Cuba.

El día a día con sus hambres y sus atropellos. Las sesiones de ocio y espera en medio del peligro de la atmósfera torva y bestial de las cárceles, están en la memoria y en la carne de Hernández Carrillo como en la de todos sus compañeros de viaje por esos circuitos de la intolerancia, el odio y la debilidad de la dictadura.

Él no es nada más que un joven intelectual. Un hombre con sus creencias y su pasión por ser libre. No se trata de un fanático lleno de odio, ni de un vengador profesional a sueldo de nadie. Sólo un cubano con la aspiración a vivir como un ser humano en compañía de su familia y de sus amigos en esa provincia donde el dinero ajeno ha privatizado Varadero y las necesidades cotidianas no dejan ver bien el valle de Yumurí.

Eso nada más. Un hombre de la calle. Un señor que escribe y presta libros. Alguien que milita en un partido abierto promotor del pluralismo político y el respeto a las ideas de todos. Un cubano que no aspira a medallas ni a prebendas, que no le importan los pasquines ni la crónica social.

Iván Hernández Carrillo, acosado en la cárcel como los otros prisioneros políticos, enfermos y con hambre, pero con valor para escribir desde su celda una carta y recordarle al canciller español, que pasó por Cuba sin entrevistarse con la oposición pacífica, esta cita de José Martí: «Mientras no se consiga la justicia, se pelea´´.

Un joven que ha pasado casi 8 de sus 37 años en la cárcel. Alguien que se defiende de los carceleros y denuncia sus maltratos y les pone nombres y apellidos a los verdugos.

Un hombre que no quiere cumbres, quiere llanuras. Iván Hernández Carrillo, el hijo de una Dama de Blanco que se llama Asunción.

Autor: Raúl Rivero