El Nuevo Herald
Ariel Sigler Amaya, enfermo, débil, en peligro sobre la cama de su calabozo empotrado en la sala de un hospital, necesita un tratamiento urgente que le devuelva la salud. José Daniel Ferrer y Alfredo Domínguez Batista están en huelga de hambre porque reclaman un trato humanitario para sobrellevar la vida de la prisión, y Juan Carlos Herrera, que cumple 20 años de cárcel en Holguín, exige unos minutos al día para que le dé el sol y respirar aire puro.

Todo eso ahora mismo. Esta semana que vuela hacia un septiembre que no parece anunciar cambios reales para esos hombres, sus familiares, sus amigos, sus compañeros de grupos y partidos. Unos cubanos que, aunque la dictadura, la servidumbre y sus cómplices de todas las estaturas no quieran aceptarlo, son la esencia de la libertad.

Pero ellos no entran y salen de los titulares de los medios. Ellos, y otros 208 hombres que padecen en las prisiones cubanas por sus ideas políticas, no tienen fuerza suficiente para convocar la sensibilidad de artistas y pensadores de altos vuelos.

Lo que importa de Cuba hoy es el folclor. Las boinas, las estrellas cosidas, las palabras muertas, sin temblor ni riesgos. Interesan las sobras de medio siglo de trampas y quimbumbia política y las van a recoger, con fervor y meticulosidad, politiqueros, aprendices de dictadores, ambiciosos de otros dominios, entre los derrumbes –todos los derrumbes– de la nación.

No importa que quienes cumplen condenas de hasta 28 años por trabajar con decencia y honradez por cambiar su país estén hoy sin pan y sin agua. Sin atención médica adecuada. No interesa que Antonio Díaz, un católico de toda la vida, un hombre entregado a su religión, no pueda recibir ayuda espiritual de un sacerdote porque está encerrado en una celda de castigo en la prisión de Canaleta.

Nadie va a publicar que Margarita Deloufou, esposa del preso Eduardo Díaz Fleitas, un campesino que cumple 21 años de prisión en Pinar del Río, pida la libertad de su marido enfermo. «Me ha dicho», dice la mujer, «que aquello es insoportable, que es el castigo más horrible que hay.»

No es de interés que las damas de blanco y los hijos de los prisioneros lleven seis años en trenes, camiones, bicitaxis y coches de caballos, de una prisión a otra con un poco de alimentos y medicinas para ayudarles a pasar esa temporada en el infierno. Un tiempo que para algunos, por su edad y sus patologías, puede ser el último tiempo de sus vidas.

Esa es una parte importante de la realidad cubana. Una de las zonas de la sociedad (no la única) que tiene comunicación con el porvenir. Un territorio que es también el de la oposición pacífica, el del periodismo libre, el de las nuevas generaciones a la búsqueda de fórmulas y salidas viables, abiertas a todos.

Ninguno es violento, intransigente e intolerante como los verdugos y sus ayudantías. Son gente sencilla y noble. Hombres que aprendieron a trabajar por la democracia a ras de tierra y en silencio. Si ellos preparan alguna hoguera será la de las vanidades, la de la manía de los micrófonos y la de los grandes espacios con mayorales y talanqueras.

Podrán dejar, a lo mejor, unos rescoldos para la propaganda que es ancha y multicolor. A veces hasta en la prensa rosa –la que habla de las vida y los sueños de los artistas y las vedettes– se puede ver la tinta punzó como color de fondo.

Autor: Raul Rivero-El Nuevo Herald