No suelen asustarme los huracanes. Viví casi 40 años en una de las tantas casas viejas y ruinosas de La Víbora. Se sacudía con el ruido de las guaguas y los camiones que pasaban por la Calzada 10 de Octubre y con los vientos de los ciclones. Después que todo pasaba, continuaban las goteras. Cuando salía el sol, aumentaba el peligro de derrumbe. Como se caía de a poco, y nunca hubo que lamentar desgracias, llegué a creer que, en cuanto a ciclones, estaba curado de espanto.

Eso fue hasta que pasó Ike. Ya estaba en medio del Golfo de México, pero siguieron los vientos y la lluvia pertinaz 24 horas más. Parecía, como algunas pesadillas y ciertos malos gobiernos, que nunca iba a terminar. El susto no se me quita. No por los huracanes, sino por sus consecuencias.

Los huracanes Gustav y Ike agigantaron los signos de interrogación y dieron la señal para volver a apretarse el cinturón. Ahora, a nadie en Cuba le quedan ilusiones de que la economía pueda mejorar. Nada bueno nos espera. Basta con ver las imágenes patéticas de Pinar del Río e Isla de la Juventud, y todo lo que destrozó el mar en Baracoa, Gibara y Manatí.

Las señales de lo que puede venir, no por confusas, dejan de ser ominosas. Acerca del asedio de los huracanes, el tono de las reflexiones del compañero Fidel, que últimamente insiste en hablar de oportunistas y vende patrias, fue apocalíptico.

Pese a estar anunciadas, las malas noticias llegan en el peor de los momentos. Lo que pudo resultar esperanzador, nunca se concretó. Ahora, hasta la naturaleza parece conspirar contra nuestras expectativas. De tan pesimistas, ya algunos ni siquiera quieren reconocer que las medidas de las autoridades para proteger vidas humanas son eficaces.
Después del paso de Gustav, tomaba café con una vecina, tan deprimida como yo, mientras veía por televisión a un general descender de un helicóptero en medio de una multitud de desesperados damnificados pinareños. El general pedía que tuvieran confianza en la revolución. Lo principal, decía, era que no había pérdida de vidas.

-¡Que Dios me perdone, para estar en esas condiciones es mejor morirse! – me dijo la vecina.

Tiene razón el general Raúl Castro cuando dice que la producción de alimentos es una cuestión estratégica, de seguridad nacional. Para comprenderlo, había que oír lo que decían y ver los rostros de los que hacían colas bajo la lluvia en las panaderías habaneras el miércoles 10 de septiembre. Muchos pasaron varias horas en espera de que empezaran a vender el pan.

La población se quejaba de que tras el ciclón los productos agrícolas se pondrían más escasos y caros. Para empeorar todo, justo cuando baja el precio del petróleo en el mercado mundial, en Cuba subieron el precio del combustible. Las autoridades hicieron el anuncio oficial en vísperas de la llegada de Ike. Nadie entiende por qué.

Fui de los habaneros que salieron a la calle a buscar comida para llevar a la familia. En los días anteriores al ciclón, muy poco se pudo conseguir. Las tiendas se apresuraron en cerrar. He capeado peores ciclones y huracanes, pero no me gustó el ambiente de disloque y desesperanza que percibí durante el paso de Ike. Me recordó la atmósfera deprimente del Elogio de la Ceguera, de Saramago.

Este ciclón con hambre, desorden y lluvia que no se quería ir, me pareció de mal agüero. Tan malo que sentí añoranza por los ciclones que pasé en una vieja casa de la Víbora con peligro de derrumbe.

Autor: Luis Cino (publicado en Cubanet)