Honor a quienes más lo merecen
Al menos por esta vez, la noticia es muy grata: en distintos países, personas de buena voluntad están recogiendo firmas en respaldo a la candidatura de las Damas de Blanco para el Premio Nobel de la Paz. De lograrse ese propósito, sería el sexto galardón que reciben esas dignas mujeres. El más conocido de los cinco ya obtenidos: el que lleva el nombre de Andréi Sájarov, otorgado por el Parlamento Europeo en 2005.
No puedo evitar recordar las circunstancias en que me enteré de esa premiación: A raíz de una huelga de hambre y sed, me encontraba ingresado en el pabellón de la Seguridad del Estado en el Hospital Militar Carlos J. Finlay. Por una vía que no viene al caso explicar supe la noticia, y debo decir que de ese encierro que duró más de año y medio —el segundo mío— fue el día más feliz. Otros hermanos de causa allí presos compartieron también mi regocijo.
Es ése un don de esas mujeres admirables: No sólo están librando una memorable epopeya en las calles de La Habana y la Iglesia de Santa Rita, sino que tienen la rara virtud de sembrar la avenencia entre todos los que nos oponemos al totalitarismo comunista. Sin vistosas medidas organizativas, sin estridencias, sin escritos medulares, sin arranques de arrebatadora elocuencia martiana, ellas, con su sola presencia, con su serenidad, su dulzura y su valor, han predicado la unidad.
Con hechos, no con palabras ni con papeles. En un país en el que históricamente se han esgrimido fusiles, machetes, pistolas y aun bombas fratricidas, ellas enarbolan lánguidos gladiolos. Frente a las turbas encanalladas que las injurian por el mero hecho —¡tamaño crimen!— de exigir que suelten a sus maridos, hermanos e hijos injustamente presos, ellas exhiben la serena firmeza de sus convicciones y blanden las flores del amor y la esperanza.
Uno no puede menos que admirarse de la portentosa capacidad del régimen castrista para motivar a los que se le enfrentan. Al que está tranquilo en su casa, sin señalarse, rumiando su descontento en la intimidad del hogar, van a demandarle que salga a la plaza pública a aplaudir y apoyar lo que ellos proclaman digno de loa, a dar vivas a los mismos que han impuesto el sistema que convoca el enojo.
Ya no se puede —como antaño— aducir neutralidad, escudarse tras la hoja de parra del apartidismo. Indefectiblemente, los rejoneadores comunistas van en busca de la presa, a emplazarla, a hostigarla, a picarle los lomos, hasta que la víctima no puede más y, en el paroxismo de la desesperación, comienza a gritar su ira y su disgusto a todo el que la quiera oír.
Algo así sucedió con las Damas de Blanco. Eran simples amas de casa, ajenas a los trajines de la política a los que se dedicaban sus esposos o hijos. Un mal día, alguien que podía hacerlo, usando la aritmética elemental, sacó la cuenta de cuánto eran 5 por 15, se confeccionaron listas, y nació el Grupo de los 75: Otros tantos cubanos que fueron condenados a lustros de prisión en procesos relámpago, huérfanos de cualquier garantía o legitimidad, dignos de una ópera bufa.
En vano se buscaría entre esos cubanos a alguno que —como sucedía otrora— hubiese colocado una bomba en un sitio público, realizado un atentado personal o asaltado un cuartel. Por primera vez en nuestra vida republicana se convertía formalmente en delito —¡y gravísimo, además!— criticar una medida gubernamental, escribir un artículo, adscribirse a una coalición pacífica o recoger firmas en apoyo a una petición.
Las armas utilizadas, las piezas de convicción ocupadas eran un poco de papel, plumas y alguna que otra máquina de escribir museable —excepcionalmente, una computadora—, manuscritos, recortes de periódicos viejos… Creyeron que el mundo callaría, que los familiares de los injustamente condenados aceptarían resignadamente, como había sucedido años atrás. Pero para el régimen, la enormidad del pecado trajo consigo su propia penitencia.
La ferocidad inusitada de la arremetida, el número de los afectados, la forma desembozada y festinada en que se reprimió, tuvieron un efecto multiplicador, y las que antes se habían conformado con reinar en el hogar, salieron a las calles, solidarizadas en el dolor, con la sublime locura que sólo el amor sabe inspirar.
Ahora que los cristianos de todo el mundo acabamos de celebrar la Semana Santa, no podemos menos que remontarnos dos milenios atrás y recordar que, según el testimonio unánime de los cuatro evangelistas, cuando Nuestro Señor agonizaba en la cruz las que estuvieron fielmente a su lado fueron las mujeres.
Por eso, salvando la enorme distancia que media entre lo humano y lo divino, tenemos que proclamar que también las Damas de Blanco han estado junto a los martirizados de hoy. Cada una ha sabido luchar como leona por defender su familia, su amor, su hogar. Ellas han prodigado la miel de su cariño y, al hacerlo, han hecho invencible nuestra obra.
Las caras hermosas de esas esposas y madres cubanas han reemplazado los adustos rostros masculinos; de ese modo ellas, embelleciendo nuestra imagen, se han convertido en las mejores embajadoras de la lucha pacífica que el pueblo cubano libra por su libertad.
Sería una injusticia tremenda negarles el premio que se han ganado sobradamente con su actuación verdaderamente histórica, digna de Mariana Grajales. La epopeya que ellas han venido realizando en nuestra Patria las hace merecedoras de eso y de mucho más. Gritemos —pues— con todas nuestras fuerzas: ¡El Premio Nobel para las dignas Damas de Blanco!
Autor: René Gómez Manzano
Lugar: (Publicado en Liberpress/Misceláneas de Cuba– La Habana, abril de 2007)