Canalladas
Cualquier modo de entorpecer la ayuda a los cubanos, tras los devastadores huracanes que con un intervalo de apenas ocho días acaban de arrasar al país, es, sencillamente, una canallada. Venga de donde venga. Bajo cualquier argumento afectivo, político o histórico. Bajo la ideología que fuere.
Al parecer —desde un ángulo extremo— le han cogido miedo a los horrores de precipitar una hambruna que, unida a la destrucción de casas, servicios médicos e infraestructura, provoque rebeliones y éxodos masivos, lleve a una guerra civil donde el caos y la sangre se encarguen de poner fin a la dictadura. Washington acaba de autorizar ventas por 250 millones de dólares, aguantó la politización.
Desde el otro ángulo extremo ha sucedido lo mismo, aunque politizan la ayuda internacional, acaparan el protagonismo de la solidaridad —hasta con carticas de la UNEAC— y lucran de nuevo con el desplazamiento de culpas: la naturaleza es la autora de la ruina del país, con el apoyo del «imperialismo yanqui». La última «reflexión» del Castro mayor, los mensajes de la Cancillería a colegas latinoamericanos y la aceptación del diálogo con la Unión Europea, indican el mismo miedo al caos.
Las canalladas, sin embargo, tienen adheridas otras formas de la miseria humana. Entre las más dañinas está coartar las iniciativas. Y ahí la autocracia de los Castro —su herrumbroso comunismo a lo Caribe— todavía obtiene medalla de oro. Sólo cede plata y bronce a los defensores del embargo.
Un régimen tambaleado
La principal iniciativa de los últimos meses, esperada con ansiedad antes de los huracanes, ahora se ha convertido en impedimenta, similar a otras que detienen el desarrollo de las fuerzas productivas del país. Granma acaba de publicar que ya se autorizó la entrega de tierras ociosas (Decreto No. 282), como forma de posibilitar el aumento de la producción agrícola.
Lo trágico —según informes de solicitantes— es que se trata de más de lo mismo. Las exigencias burocráticas dignas de El castillo de Kafka, las referencias veladas —pero que todo cubano entiende de inmediato— a la docilidad política, los requisitos de firmas autorizadas de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, más otros trámites que desde luego pasan por las oficinas municipales del Partido Comunista y el Ministerio del Interior, muestran el «conservadurismo» del Castro mayor, su empedernido inmovilismo.
Parecía que ni Gustav ni Ike podrían mover ni un milímetro la soberbia y el empecinamiento de los Castro: Nada que implique pérdida de control y poder; nada que genere autonomía. Pero la magnitud del desastre acaba de tambalear al régimen, cuando aún a la temporada ciclónica le quedan dos peligrosos meses, cuando el clima del planeta propicia mayores eventos catastróficos. La canallada de la infección política, tras la tragedia de los dos huracanes, ha disminuido, se ha replegado.
Aunque el «león» (sic) siga rugiendo en los medios, el tono real —gracias a Dios— ha bajado. Quizás en la cúpula del Poder algunos generales preguntaron: ¿Quién en situación devastada —un cuarto de la población indigente— se atreve a lanzar arrogancias, envueltas en la demagogia nacionalista, patriotiquera?
Porque ni siquiera se trataba de un fanatismo blindado a la realidad, de una epopeya tanática o una creencia religiosa. Era un chantaje. El desprecio a los sufrimientos de la población afectada saltaba de un ojo a otro. Daba ganas de vomitar. El mensaje decía: «O nos ayudan ahora —antes de las elecciones de noviembre— o corren el riesgo de que se provoque un éxodo masivo similar al de Mariel en 1980 o al de los balseros en 1994, con las consecuencias previsibles en los resultados electorales».
La línea dura, sin embargo, fue ahogada por la evaluación de las pérdidas. El informe publicado en Granma (16-9-08) muestra también un revés político para los seguidores incondicionales del Castro mayor. Se sabe que las reservas del país están agotadas, que la atención a las víctimas es de placebos, que los daños van a demorar años en resarcirse…
Las orientaciones que recibió una amiga en San Francisco de Paula, tras la pérdida del techo, fueron de espanto: enderece los clavos, recoja los tablones esparcidos, salve los pedazos de tejas. «Si cree en Dios, rece» —le sugirió el delegado del Poder Popular—.
Cómplices de las canalladas
Tanto en La Habana como en Washington —también en Brasilia y en Caracas, en Madrid y en Ciudad de México— se sabe que si el azar trae otro huracán sobre Cuba, se generaría una situación de desastre total e ingobernabilidad que precipitaría, a costa de miles de muertos y heridos, el final numantino que alguna vez albergó la paranoia de Castro.
Los que se alegran ante esa posibilidad son cómplices de las canalladas. ¿Cuál sentido de la caridad cristiana puede ser inmune a la objetiva amenaza de un catástrofe masiva, de Oriente a Occidente, en nuestro país? ¿Cuál odio puede ser tan inconmensurable que ignore la amenaza?
Aquellos que ayudamos a familiares, amigos y desconocidos dentro de Cuba; los que advertimos el riesgo extremo de la emergencia —aun con la ayuda venezolana— y repudiamos a los políticos avestruces y a los medio avestruces; los estadistas que tienen la responsabilidad mundial de prever hambrunas y guerras; debemos estar atentos, favorecer más aperturas y condenar a los que puedan —consciente o inconscientemente— detener los entendimientos.
Porque también los que dentro de Cuba saben y callan ante la ineficiencia del gobierno y sus torpezas arrogantes; los que allá dentro conocen que puede desviarse la leche en polvo donada para venderse en tiendas o para que se la tomen los carceleros; los que aplauden la argucia de que un «huracán de pueblo» salvará la situación…, son tan culpables como los que en el exilio o destierro ven en la postración una esperanza de cambio.
Sin embargo, las últimas noticias de flexibilización son alentadoras. Indican que la tan cacareada unanimidad dentro de la élite del Poder es una falacia, que la sensatez predomina, aunque sepamos que contra la anquilosada opinión del Castro mayor.
Menos mal que cada vez más cubanos y estadounidenses saben que las canalladas no tienen signo. Son tan limpias y tajantes como el filo de una navaja cuando degüella.
Autor: José Prats Sariol (publicado en CubaEncuentro)