Cuba, la revolución perdida
La situación política de Cuba resulta comparable a la que hubiera sufrido España en los 70, de haber permanecido durante años Franco imposibilitado de ejercer el poder, pero en vida, con Carrero Blanco en el timón del Estado. Ninguna otra hipótesis hubiera sido tan favorable para la continuidad de la dictadura, del mismo modo que tampoco cabe imaginar ninguna combinación mejor que la vigente de factores propicios para la perpetuación del castrismo, con Fidel en plan de oráculo y Raúl de gestor, algo más pragmático, pero sin olvidar su encallecida vocación de represor. Casi ayer el presidente de la Asamblea Popular, Ricardo Alarcón, conmemoraba los derechos humanos «sin selectividad, manipulación ni discriminación», al mismo tiempo que la policía efectúa una redada encarcelando a un centenar de demócratas, para abortar toda celebración reivindicativa. Lo de siempre, con más cinismo.
También como en el caso del franquismo, la continuidad encuentra apoyo en intereses exteriores. Para España se trató del respaldo abierto de Washington. Para Cuba, fue primero la URSS y ahora Chávez que a cambio de tratar a Raúl de «monaguillo» en Caracas, ha logrado incluso introducir a Cuba en el Club de Río. Un gran salto adelante para la continuidad. Y la benévola que entonces asumieran las chancillerías cómplices del Spain is different, corresponde ahora a la Unión Europea, desviada de la defensa de la democracia por la iniciativa española, al creer erróneamente que la luz verde al castrismo favorecerá un trato mejor a los opositores y de paso satisface a los votantes apegados al mito de la Revolución Cubana. Resultado: nulo para los cubanos, triunfal para el búnker habanero, amén de incapacidad en el futuro para la Unión Europea de presionar eficazmente por la democracia, perdida la credibilidad de sus sanciones. Logro de Moratinos.
Fue sin embargo la revolución más hermosa del siglo XX, la que en un primer momento hizo escribir a Vargas Llosa que «ha reducido a una proporción humana las diferencias sociales» y «ha demostrado que el socialismo no estaba reñido con la libertad de creación». Nos lo recuerda la supervivencia del mito del Che, recuperado por la estupenda hagiografía filmada de Soderberg. Un país próspero, pero atenazado por la dependencia de Estados Unidos, la corrupción y una dictadura criminal, se encontraba ante un «amanecer de libertad», cargado de promesas de democracia y de justicia social, conseguido por la lucha heroica de unos cientos de guerrilleros, eficazmente secundados por los activistas de las ciudades. Había saltado el cerrojo impuesto por Washington en Latinoamérica a todo intento de cambio social. El frustrado acceso a la independencia en 1898 dejaba paso a una experiencia plenamente autónoma de la cual podían extraer enseñanzas todos los pueblos oprimidos del continente. Era una revolución por el poder político, y también por la educación y la mejora de las condiciones de vida, haciendo realidad el sueño de José Martí: «con todos y por el bien de todos». Lejos en principio del comunismo soviético. La tarea además no parecía difícil si atendemos a la descripción de ese país cargado de vitalidad política hasta el golpe de Batista, de que habla Fidel en La historia me absolverá. Más las gotas de utopía en rojo y negro, consistentes en pensar que una vez triunfante la revolución, ni siquiera serían necesarios los policías reguladores del tráfico: bastarán los boy scouts. Y de hecho así se ensayó, antes de que muy pronto la sociedad cubana quedara envuelta en la tela de araña policial que hasta hoy garantiza su conformismo.
«Hay un gobierno de hombres jóvenes y honrados, el país tiene fe en ellos, va a haber unas elecciones», anunció Fidel apenas entrado en La Habana. Muy pronto, el 7 de febrero, las reformas a la Constitución de 1940 en sentido antiparlamentario, marcaron el viraje hacia la dictadura. A lo largo de 1959, las ejecuciones («el paredón») y las larguísimas penas de prisión acabaron alcanzando a los propios revolucionarios disconformes (caso Huber Matos). El partido comunista infiltró el Estado, a costa eso sí de su ulterior domesticación por Fidel. A lo largo de los 60, fue suprimida primero la prensa libre, finalmente la autonomía de los propios intelectuales revolucionarios (de Lunes de Revolución a Padilla).
La Cuba soñada de Martí, democrática e igualitaria, cedió paso a la de Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas. Un régimen además sumamente ineficaz en lo económico. En 1958 Cuba no era Haití, doblaba la renta por habitante española y estaba al nivel de Japón. ¿Dónde se encuentra hoy, y no sólo por el embargo USA, compensado durante décadas por la ayuda soviética? De la economía a la política. «El verdadero orden es el que se basa en la libertad, en el respeto y en la justicia, pero sin fuerza», declaraba Fidel en enero del 59. Pronto quedó en cambio establecido un cesarismo populista, asentado sobre la represión permanente, con el ejército de «columna vertebral del régimen» y el partido comunista convertido en correa de transmisión de la dictadura personal del «Comandante». Medio siglo después de la entrada de los barbudos en La Habana, ahí seguimos.
La personalidad autoritaria de Fidel Castro, forjada sobre la de su padre, su calidad excepcional como demagogo, la obtusa política contrarrevolucionaria de Washington, son factores que singularizan la experiencia revolucionaria cubana. Pero en cuanto a la inversión de las expectativas de emancipación y libertad, el caso cubano se inscribe en una larga serie de frustraciones que incluso alcanza a la Revolución francesa, la revolución por excelencia, que a pesar de su reguero de sangre dejó como legado unas exigencias de democracia y derechos humanos de validez universal. Algo que no llegaron a alcanzar en el siglo XX las revoluciones imitadoras del patrón leninista. El precio pagado fue en todo caso muy alto, así como la tensión entre las palabras, henchidas de libertad, y los hechos, portadores tantas veces de destrucción.
Nos lo recuerda el texto prácticamente desconocido de un revolucionario, Graco Baboeuf, sobre la terrible represión jacobina sobre la Vendée en 1793-94. En el opúsculo ahora recuperado por Reynald Secher bajo el título de La guerra de la Vendée y el sistema de despoblamiento, el futuro conspirador trata de las causas y del alcance de la política de exterminio practicada sobre los contrarrevolucionarios, a la cual calificaba de «nacionicida» (sic). Baboeuf apunta a dos causas políticas de esa degeneración del proyecto revolucionario hacia el terror, y ambas pueden ser aplicadas a revoluciones posteriores, de la soviética a la de los jemeres rojos en Camboya. La primera es el establecimiento de unos poderes ilimitados para defender la Revolución, con lo cual esta se separa inexorablemente de la senda democrática. Será la objeción de Rosa Luxemburg a Lenin. La segunda, la sustitución de un objetivo de acción contra la desigualdad económica, por la vía brutal de la expropiación de los poderosos mediante su eliminación, como clase primero, individual inevitablemente luego. Por la muerte (de Robespierre a Pol Pot) o por la expulsión (principio de Arquímedes aplicado por el Che a las revoluciones para contrastar su validez). A esa deriva destructora del mundo puesto cabeza abajo acompañó además casi siempre el hundimiento de la economía, visible en la Rusia de Lenin y en Cuba, como antes en la insurrección precursora de los esclavos de Haití.
La injusticia y la desigualdad seguirán dando lugar a revueltas sociales y a revoluciones. El «fin de la historia» llegará en todo caso por la autodestrucción del planeta, no por el dominio sosegado del capitalismo liberal en el marco de la globalización. No obstante, cabe exigir de los proyectos de transformación radical reconocer que la razón, insuficientemente aplicada, ha producido ya en los dos últimos siglos demasiados monstruos. Conviene recuperar el verdadero sentido del grabado de Goya: cuando la razón duerme, los monstruos se apoderan inevitablemente de la escena, o siguen gobernándola desde la irracionalidad.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.
Autor: Antonio Elorza – El País