Piscinas sin agua
La visita del ministro cubano de Exteriores a Madrid ha dejado tras de sí tal reguero de perlas retóricas, que es difícil decidirse por alguna de ellas. Tan bien hace su trabajo Felipe Pérez Roque cuando afirma en rueda de prensa, ante un impasible Moratinos, que «en Cuba no hay nadie preso por pensar diferente» o que en su país «no hay ni un solo periodista que no pueda trabajar libremente», que por momentos nos hace dudar: ¿y si realmente creyera en lo que dice?
Como se sabe, de los 75 disidentes condenados en 2003 a penas de hasta 25 años de cárcel por intentar promover un cambio pacífico, ejercer el periodismo o simplemente visitar a otros presos políticos en la cárcel para verificar su estado de salud, 20 han sido liberados, pero 55 siguen en la cárcel, todos ellos calificados como «presos de conciencia» por Amnistía Internacional. Entre estos «terroristas» y «mercenarios», como los denomina Pérez Roque, estaba el periodista Raúl Rivero, autor de Sin pan ni palabras, condenado, según sus propias palabras, «por el único acto soberano que he realizado desde que tengo uso de razón: escribir sin mandato», y autor de una definición sublime («el periodismo es el instrumento que tiene la sociedad para iluminar la vida»). Sigue en la cárcel, sin embargo, Ricardo González Alfonso, corresponsal de Reporteros Sin Fronteras, que cumple 20 años por «crear en su propio domicilio una biblioteca, que en consonancia con el enfoque injerencista norteamericano llamaron independiente, repleta de libros con temáticas subversivas» (sic). ¿Y qué decir de la reciente detención de Gorki Águila, el irreverente líder de un grupo punk habanero, por una durísima canción dedicada al «Coma Andante»?
Elucidar si Felipe Pérez Roque es un cínico o un fanático es crucial. Que una dictadura se crea su retórica puede parecer insignificante, pero es un aspecto central a la hora de decidir cómo tratar con ella: hoy sabemos que los líderes de los regímenes comunistas de Europa central y oriental hacía tiempo que habían renunciado a convencer a sus ciudadanos acerca de los elevados ideales que inspiraban sus acciones. Abandonada la búsqueda de la adhesión ideológica y el fervor patriótico, se conformaban con obtener la obediencia, supeditando todas sus acciones a algo mucho menos ideológico pero, en el fondo, más humano y más negociable: mantenerse en el poder tanto tiempo como sea posible. Ése parece (¡y ojalá fuera!) el plan del otro Raúl (Castro). Porque los pobres cubanos lo que en ningún caso se merecen son otros 50 años de fanatismo.
Por tanto, puede discutirse durante horas si nuestra política hacia Cuba es acertada o equivocada. Puede cuestionarse si el pragmatismo que preside nuestras relaciones con La Habana es una prueba de virtuosismo diplomático o simplemente el resultado de la más pura necesidad y el sentido común ante la falta de otras opciones aceptables. Pero lo que no puede discutirse es la enorme paciencia de nuestra diplomacia, sometida año tras año a la tortura psicológica de tener que escuchar barbaridades como la del canciller cubano sin poder responder más que con abrazos, besos y declaraciones de amistad incondicional.
Lo curioso es que, del lado español, las cosas no son tan diferentes en lo referido al juego retórico: hablamos del «diálogo político», de «buenas relaciones», de «pasos positivos», de «normalización» y de «nuestros buenos amigos» con tanto convencimiento, que a veces pudiera parecer que creemos de verdad en ello. Pero en el fondo, nuestra política se basa en la secreta esperanza (fundada o no es otra cuestión) de que el régimen cubano debería a estas alturas estar lleno de gente francamente harta de sí misma y de su retórica.
Aunque, como decía el genial Kapuscinski, los cínicos no sirven para el oficio de periodista, en ocasiones sí que sirven para el de político. Es por ello por lo que nuestra política hacia Cuba, más que aspirar a democratizar la isla, cosa que no está en nuestra mano, se resigna a evaluar periódicamente cuántos fanáticos quedan para, a continuación, estimar con cuántos cínicos se puede contar para mejorar, en la medida de lo posible pero sin muchas esperanzas, la calidad de vida de los cubanos y ensanchar mínimamente sus prácticamente nulos espacios de libertad. Poco más. Eso sí, de tanto jugar a esconder la verdad en aras del pragmatismo, a veces uno se queda con la misma sensación que el jefe de la misión del Consejo de Europa en Azerbaiyán, que pasará a la historia por haber descrito las recientes (y fraudulentas) elecciones en ese país como «un brillante ejercicio de natación en una piscina vacía». ¡Eso sí que es iluminar la realidad!
Autor: José Ignacio Torreblanca (publicado en El País)