De trenes, marcianos y carbonilla
El mes pasado participé en una jornada pro Cuba que se celebró en Madrid. Y cuando digo pro Cuba me refiero, claro está, a la Cuba libre y democrática. Fue un día entero de charlas y mesas redondas en las que intervino gente de todo tipo, desde Carlos Alberto Montaner y Zoé Valdés hasta Vargas Llosa, que fue uno de los organizadores del evento.
Por la tarde, a la salida del encuentro, que tuvo lugar en el auditorio del Caixa Forum, había un puñado de procastristas dando la tabarra y llamando imperialistas a los participantes. Eran muy pocos, quizá veinte o treinta, y, por lo menos en el momento en que yo me crucé con ellos, más bien desganados. De cuando en cuando agitaban un rato sus banderolas, pero se les veía algo letárgicos bajo el sofocante sol veraniego. Al llegar a casa entré por curiosidad en los foros castristas de Internet y leí la convocatoria de este microacto de protesta. No hablaban de una jornada de conferencias, sino que decían que ese día, en el Caixa Forum, se reunían Vargas Llosa, Esperanza Aguirre y representantes del Gobierno de Bush para planear la manera de apoderarse de Cuba. Con la misma veracidad e igual sensatez hubieran podido decir, por ejemplo, que en el bellísimo edificio de la Caixa se estaba celebrando una reunión de extraterrestres ultragalácticos para planear la abducción en masa de los cubanos. Se me ocurre que el ínfimo puñadito de alborotadores se hubiera tragado el rollo alienígena sin pestañear, porque estos individuos hambrientos de mitos y de dogmas parecen estar dispuestos a creer cualquier cosa. Necesitan certidumbres de la misma desesperada manera que el yonqui necesita su dosis de droga.
Una hora antes, en el auditorio, se había celebrado un sencillo homenaje al escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, y su viuda, Miriam, se había echado a llorar con estremecedora veracidad y desconsuelo: “Ahora somos muchos”, hipaba Miriam ante la sala llena, “ahora somos muchos, pero antes Guillermo estaba solo, estuvo solo durante tantos años y fue tan duro, le insultaban, le escupían…”. Solo en las críticas a la tiranía de Fidel, una postura coherente y valiente que, en efecto, pagó con el más violento y amargo ostracismo.
A lo largo del día habían intervenido personas que, como el estupendo poeta Raúl Rivero, habían pasado por las cárceles de Fidel, y que dieron fe de la dureza y la ferocidad de la represión. Pero la elocuente y dolorida emoción de Miriam nos puso a todos un nudo en la garganta. Qué pena que esos cuatro marmolillos que se desgañitaban en la acera de enfrente fueran incapaces de escuchar testimonios así. Cuando la realidad es tan obvia, tan grave y tan pesada como en el caso de Cuba, una piensa que bastaría con mostrar esa realidad para que todo el mundo comprendiera. Pero no, para algunas personas nunca basta, porque el prejuicio, ese virus mortal de la inteligencia, nubla la razón y entumece fatalmente la conciencia.
De modo que ahí estaba el grupillo castrista dando la vara y, efectivamente, su presencia acongojaba; pero no porque sus gritos resultaran hirientes, sino porque siempre produce desconsuelo contemplar un paisaje de mentes devastadas. El tren de la Historia está pasando a toda velocidad y ellos se han quedado atrás, manipulados, confundidos, obsoletos y abducidos mentalmente (sus cerebros, de existir, deben de estar en Marte). No se dan cuenta de que se han quedado solos; de que ni siquiera los castristas de Cuba deben de seguir creyendo en el castrismo, de la misma manera que los franquistas de 1975 tenían claro que había que buscar una salida al régimen. La Cuba de hoy es como la España de la Transición: una sociedad en el umbral de su libertad y de su normalización, porque una dictadura es una anomalía colosal. Es el momento de la generosidad y de la grandeza, el tiempo de los pactos y de los acuerdos. Tienen que conseguir un consenso nacional para ganarse el futuro, y no me cabe duda que lo lograrán. Porque estos pobres marcianos sin criterio son sólo carbonilla, meras briznas de polvo que el tren va dejando atrás en su rebufo.
Autor: Rosa Montero (publicado en El País)