Cuba: La Transición o el Desastre
En 1950, Akiro Kurosawa estrenó Rashomon, una inquietante película ambientaba en el siglo XII, en la que cuatro protagonistas de un horrendo crimen aportaban sus versiones contradictorias sobre lo que realmente había sucedido. Para enfrentarse a la situación cubana actual y a su posible desenlace, tal vez sea un buen procedimiento adoptar la técnica del director japonés e intentar colocarnos en el papel de cada uno de los actores fundamentales de este viejo e inacabable drama.
Fidel Castro, visión y misión.
Comencemos por Fidel Castro. Es el más vistoso, ubicuo e inevitable de todos los cubanos. Le dio sentido y forma a la revolución. Lleva medio siglo instalado en los titulares de toda la prensa y su pintoresca imagen es la más conocida de toda la fauna política planetaria. A sus casi 82 años, agoniza lentamente en La Habana devorado por un cáncer intestinal que hizo metástasis, y del que fue necesario operarlo (sin mucha fortuna) en verano del 2006. En diciembre del 2007, finalmente, aceptó que no podía volver a dirigir el gobierno, pero no se resigna a perder el poder: un poder que ha ejercido sin limitaciones ni contrapesos desde 1959. Ante esta situación, su hermano y heredero, el general Raúl Castro, cuando asumió la presidencia propuso consultarle todos los asuntos fundamentales que debe afrontar el país. Para formalizar el acuerdo, le pidió autorización al parlamento cubano que, de inmediato, se lo concedió, obviamente, por unanimidad.
Pero había (y hay) un problema fundamental. El Comandante no estaba dispuesto a quedarse como un consejero pasivo que ofrece sus recomendaciones humilde e incondicionalmente a sus herederos. Por otra parte, mientras gobernó, Castro jamás fue un líder dedicado a solucionar los problemas cotidianos de la sociedad cubana -más bien los agravaba con iniciativas enloquecidas como dotar a cada familia con una vaca enana-, sino fue un héroe épico, gallardamente empeñado en arreglar las injusticias del mundo, todas ellas derivadas, según su diagnóstico, del desventurado capitalismo y del comportamiento malvado y codicioso de las potencias capitalistas encabezadas por Estados Unidos, el flagelo de la especie humana.
Como era previsible, de esa visión de sí mismo como un San Jorge tropical derivó la misión que le asignó a su gobierno: luchar en todos los frentes contra su enemigo americano y el resto de los países que se opusieran a su cruzada. A lo largo de su prolongado paso por el poder, Fidel Castro envió sus ejércitos a África, incluida una larga guerra que duró quince años. Mandó una brigada de tanques a las alturas del Golam para enfrentarse a Israel en la guerra de 1973, y, mientras pudo, colaboró con golpes de estado en lugares tan extraños como Zanzíbar y Yemen, al tiempo que adiestraba y remitía guerrillas, terroristas y conspiradores a veinte naciones, convirtiendo a Cuba en un incansable foco subversivo. Su lema era muy claro: «el deber de todo revolucionario era hacer la revolución en cualquier lugar del mundo».
¿Qué le queda a Fidel Castro de aquellos sueños de conquista planetaria y de su rol como temible factótum del tercer mundo? Le queda una construcción retórica basada en una lectura deliberadamente deformada de la realidad cubana. Según el panglosiano discurso de este Fidel Castro terco y crepuscular, la sociedad cubana es un paradigmático modelo de educación, igualitarismo y salubridad, en el que una población esencialmente culta y satisfecha disfruta de las ventajas del sistema puesto en práctica por él a partir de 1959. Esa sociedad, fundamentalmente feliz, que no desea cambiar nada, que no necesita consumir porque está dotada de una gran fuerza espiritual, además, ha conseguido resistir los embates del imperialismo norteamericano, se sobrepuso al «desmerengamiento» del bloque socialista, y hoy, llena de ilusiones, construye junto a Chávez el socialismo del siglo XXI para prolongar por otras vías la vieja batalla contra el imperialismo y sus podridos agentes y secuaces. Para Castro, pues, la lucha no ha terminado, y la Cuba que le quiere legar a sus herederos es la que él construyó pacientemente: la revolucionaria, deseosa de clonarse incesantemente, la heroica, la que jamás se rendirá ni bajará la guardia. Y, en consecuencia, aunque senil y enfundado en un ridículo atuendo deportivo, ése es el mensaje con que tiñe cada una de sus intervenciones y consejos sobre los asuntos de Estado que le llegan a su lecho de enfermo terminal: ¡hasta la victoria siempre!
Raúl Castro o la lucidez inútil
Para su hermano Raúl esto es un problema grave. El general Raúl Castro es otro tipo de persona. Nunca tuvo el menor inconveniente en darle un balazo en la cabeza a un adversario molesto, y jamás le quitó el sueño encerrar a un enemigo en una celda espantosa durante varias décadas (como hizo con Mario Chanes y Huber Matos, sus compañeros de lucha), pero es una persona realista. Fidel lo arrastró a todas las aventuras que le pasaron por la cabeza -el ataque al Moncada, la Sierra Maestra, la conquista de África-, pero él no es su hermano, y su sentido común y su experiencia le dejan ver con toda claridad que su papel como gobernante no consiste en enderezar los torcidos destinos de la humanidad, sino lograr que la gente en Cuba pueda tomarse un vaso de leche después de sobrepasar la edad de los siete años, peligrosa frontera a partir de la cual la desnutrición parece que está oficialmente autorizada en el país.
En efecto: cuando Raúl Castro mira la realidad cubana, al contrario de su hermano, lo que ve es una sociedad miserable, en la que abunda la prostitución, y en la que casi todas las personas practican el comercio ilícito o el robo para sobrevivir, con graves dificultades para alimentarse o transportarse, hacinada en unas humildes casas despintadas, llenas de goteras y mal iluminadas, que literalmente se están cayendo a pedazos, en las que la electricidad y el agua potable son intermitentes. Raúl Castro sabe que el sistema económico es sádicamente improductivo, que los cubanos perciben como una cruel estafa que les paguen en una moneda devaluada con la que no pueden comprar nada que valga la pena. No ignora que el nivel de infelicidad y desdicha de la población es altísimo, que los jóvenes sólo añoran largarse del país, y que todos viven fingiendo cínicamente unas devociones políticas que realmente no sienten porque las condiciones de vida materiales son espantosas.
Por otra parte, Raúl Castro, supongo que embargado por la melancolía, tampoco desconoce que esa sórdida realidad material -parece que no toma demasiado en cuenta la emocional-, que no deja espacio a la esperanza, se alivia con medidas extraídas de la economía de mercado: suprimiendo el clientelismo y los subsidios, liquidando la esquizofrenia de las dos monedas, descentralizando y desideologizando la toma de decisiones, reintroduciendo los derechos de propiedad, aceptando la lógica de los precios, permitiendo que los cubanos pongan en marcha empresas privadas, otorgando incentivos de acuerdo con resultados, liquidando el igualitarismo y el paternalismo estatal, dos formas letales de corromper a la población, abriéndose realmente al mercado y a las inversiones extranjeras, aligerando la decrépita, ociosa y lenta burocracia, y poniendo fin al permanente estado de hostilidad entre la Isla y Estados Unidos, el socio natural que tiene Cuba para despegar económicamente en un periodo relativamente breve. Es verdad que todo eso significa el entierro sin gloria de la revolución, pero si la realidad es profunda y testarudamente contrarrevolucionaria, oponerse a ella no es otra cosa que dogmatismo, estupidez y voluntarismo, precisamente las actitudes que han hundido al país en la miseria y se han convertido en las señas de identidad de lo que allí llaman, pomposamente, «el proceso revolucionario».
Raúl Castro, en fin, que es una persona inteligente, sabe lo que hay que hacer para comenzar a arreglar el inmenso desaguisado provocado por medio siglo de disparates comunistas sumados a las excentricidades de Fidel, pero, al mismo tiempo, se da cuenta, como se dan cuenta todos los cubanos, que sus objetivos y los de su hermano son contradictorios. Fidel insiste en matar el dragón con su lanza. Raúl, además de retener el poder (su objetivo prioritario), quiere que Cuba se convierta en un país normal y deje de ser una fracasada fábrica de utopías, sacrificios y frustraciones, aunque para ello tenga que ponerse de acuerdo con el dragón. Fidel Castro, tras su muerte, quiere dejarle a la humanidad el ejemplo de un país revolucionario que venció a todos sus enemigos y le enseñó a la especie humana el rutilante camino de la felicidad. Raúl Castro, tras su muerte, quiere dejar una sociedad razonablemente esperanzada, sin sobresaltos, capaz de transmitir la autoridad pacíficamente dentro de las estructuras partidistas, para que sus familiares y amigos no corran peligros innecesarios, y puedan, además, tomarse un vaso de leche aunque tengan más de siete años de edad.
Los reformistas silenciosos
Raúl Castro, naturalmente, posee una correa de transmisión para ejercer el mando y, al menos teóricamente, la columna vertebral de ese mecanismo es el Partido Comunista, de donde supuestamente son o deben ser segregadas y supervisadas todas las estructuras del poder. Sin embargo, en la experiencia cubana, a lo largo de medio siglo, ninguna de las instituciones oficiales ha jugado el menor rol en el diseño de las directrices de gobierno. Cuba ha sido una autocracia, un triste sultanato comunista regido por la más repetida de las consignas revolucionarias: «Comandante en Jefe, ordene». Allí ha mandado Fidel como le ha dado la gana, sin contención ni control, y cada vez que surgió un foco de autoridad remotamente crítico -la microfracción dentro del Partido, Carlos Aldana dentro del gobierno, el general Arnoldo Ochoa dentro del ejército-, lo ha cercenado de un tajo.
Raúl heredó intacto ese poder, incluso con una variante que le favorece: él mismo controla directamente al gobierno, al partido comunista, a las fuerzas armadas y a los muy extendidos servicios secreto. No obstante, el talón de Aquiles de su régimen está en la sucesión: detrás de él no hay nadie. Él no tiene un Raúl que lo sustituya, como su hermano lo tenía a él. No existe en el país ninguna figura que aglutine al sector oficialista y al inmenso aparato estatal. Sus hombres de confianza -los generales Abelardo Colomé Ibarra y Julio Casas Regueiro, y el Dr. José Ramón Machado Ventura- son unos viejos y oscuros aparatchicks, competentes y leales, necesariamente provisionales, dada la avanzada edad que tienen, cuestionados por algunas zonas de la estructura de poder y desconocidos por la población, dirigentes, en fin, que no pueden contar con la obediencia del resto de las instituciones del país, y muy especialmente de la Asamblea Nacional del Poder Popular y de los sindicatos, donde los parlamentarios, aunque hoy no se atrevan a abrir públicamente la boca (en privado algunos sí lo hacen), están cansados de ser un afinado coro de papagayos amaestrados, dedicado a cantar alabanzas a sus preclaros gobernantes, mientras los líderes sindicales se avergüenzan de ejercer, en realidad, como los verdugos de las aspiraciones legítimas de los trabajadores.
Por eso Raúl se propone reinstitucionalizar la revolución a toda marcha. Quiere que, tras su desaparición de la escena -calcula que le quedan unos cuatro o cinco años de vida útil para cumplir con esa tarea-, el Partido, como en China o en Vietnam, pueda asumir la dirección de la vida pública. Pero sucede que ese partido está, como todo el país, profundamente desmoralizado, ya no cree en las premisas ideológicas del marxismo (como no cree en ellas el propio Raúl Castro), y la inmensa mayoría de los cuadros y militantes desea cambios profundos que atentan contra la esencia del discurso revolucionario porque no excluyen la apertura política y el pluripartidismo.
Eso se vio claramente en los miles de debates propiciados por el régimen a lo largo del año 2007: los militantes comunistas, o, simplemente, revolucionarios, quieren libertades. Libertades para viajar, vivir de acuerdo con sus preferencias sexuales, informarse sin controles y manifestar sin miedo sus criterios. Quieren libertades para estudiar lo que desean y trabajar en lo que quieran, incluidas actividades productivas privadas. Están cansados de ser tratados como menores de edad o retardados mentales. Por primera vez, la tolerancia y la aceptación del derecho a la divergencia se hicieron transparentes como un deseo compartido por la ciudadanía, incluidos los comunistas. En el discurso públicamente pronunciado el 2 de abril del 2008 en el Séptimo Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Eusebio Leal lo dijo sin ambages: el país se prepara para una nueva etapa. El país está lleno de expectativas y todas se orientan hacia el deseo de una intensa ampliación del ámbito de las libertades individuales. Sencillamente, el grueso de la militancia comunista está compuesta por reformistas que ansían un cambio profundo y radical, totalmente alejado de la dictadura inmovilista que les quiere dejar Fidel Castro como herencia, y también del exótico modelo chino o vietnamita con que Raúl Castro se entretiene durante sus noches de insomnio.
Los demócratas de la oposición
Los demócratas de la oposición son el cuarto factor importante. Son varios millares dentro de Cuba, con unos doscientos cincuenta encarcelados -entre ellos veinticinco periodistas independientes-, empeñados en revitalizar la abatida sociedad civil, esparcidos por las principales ciudades del país, aunque el núcleo más voluminoso está en La Habana. Cualquiera pudiera pensar que son pocos para una población de más de once millones de habitantes, pero, con la excepción de Polonia, Cuba es el país comunista con mayor número de opositores conocidos y organizados. Algunos grupos y personas, incluso, han alcanzado una gran notoriedad internacional: las Damas de Blanco, las Bibliotecas Independientes, Oswaldo Payá, Martha Beatriz Roque, Oscar Elías Biscet, Héctor Maseda, Jorge Luis García Pérez («Antúnez»), René Gómez Manzano, Vladimiro Roca, Oscar Espinosa Chepe y Elizardo Sánchez entre otros muchos.
Lo que solicitan estos demócratas, y lo que se les niega mediante diversas formas de represión, incluidas la cárcel y las golpizas, es espacio para intercambiar ideas libremente, la posibilidad de hablar y publicar dentro del país, y la autorización para realizar actividades proselitistas. Aspiran, lógicamente, a participar en la vida política de la nación para poder alentar pacíficamente un proceso de transición hacia la democracia, pero hasta ahora sólo han conseguido una victoria parcial, aunque tremendamente importante: que el gobierno no haya podido aplastarlos ni silenciarlos totalmente, como sucedía en las primeras dos décadas de la dictadura. Esta limitación de la represión, en gran medida, se debe al reconocimiento internacional que han recibido los disidentes, apoyo que ha sido posible por las gestiones de los demócratas de la oposición externa, muy activos y eficaces en Estados Unidos y Europa.
La estrategia de la dictadura frente a los demócratas de la oposición interna es la misma que el KGB desplegaba en la URSS frente a los opositores: primero, penetrarlos con decenas de agentes de la contrainteligencia, y, segundo, excluirlos de la vida pública mediante el manido expediente de calumniarlos y calificarlos como agentes pagados por los Estados Unidos para que traicionen a su país. En todo caso, no se trata de un argumento serio que realmente preocupa a la población, sino de una coartada para justificar la marginación y las represalias. A partir de esa premisa, los demócratas, siempre al alcance de una paliza o de la cárcel[2], no pueden participar como opositores en ninguna institución -sindicatos, organizaciones de masas, parlamentos, organizaciones estudiantiles o profesionales-, y les está vedada cualquier actividad pública. La consecuencia de esta marginación es obvia: la capacidad real que tienen de impulsar la transición hacia la democracia es muy débil, pero, en su momento, serán muy importantes cuando ese periodo se alcance.
En cuanto a los demócratas de la oposición externa -que también suelen enfrentar las campañas de calumnias orquestadas por la policía política cubana y sus colaboradores, a veces acompañadas por episodios de estridente vulgaridad y violencia-, están limitados a cinco tareas esenciales que suele realizar con cierta eficacia, pese a los limitados recursos que poseen:
Denunciar internacionalmente los atropellos de la dictadura.
Ayudar a los demócratas dentro de Cuba proporcionándoles aliento, recursos, análisis e informaciones.
Generar apoyo internacional para respaldar el cambio.
Impedir que el gobierno cubano pueda normalizar sus relaciones con Estados Unidos o Europa sin antes amnistiar a los presos políticos y respetar los derechos humanos y civiles de los cubanos.
Estudiar y explorar las mejores vías para lograr una transición exitosa cuando llegue el momento de los cambios.
Autor: Carlos Alberto Montaner